miércoles, 21 de diciembre de 2011

Vuelo


Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias—dijo mientras todos reían. Era el tipo de comentarios que hacía cuando se ponía “trascendental”, creían conocerla. Sólo él, Passarinho, sabía que sus palabras eran poderosas; ella se lo había advertido en silencio en aquel último abrazo, antes de que él se fuera con la bailarina.

Hay decisiones que nos arrancan una parte nuestra y se llevan consigo un pedazo del otro, del cosmos.

Caminando en dirección a un lugar cuyo nombre se había perdido entre la ausencia, ella, Passarinha, recordaba la caída: los 125 metros de agua que los salpicaron aquel día, la imponencia de una tarde de lluvia  de cascada—como si la impermanencia del agua que corre y se estrella con la piedra les hablara en clave secreta sobre su propia suerte. A su memoria llegaron los acordes de la música esferada que proferían sus labios en la cocina mientras preparaban arroz y jugo simple de maracuyá. El líquido amarillo y la música barroca solían ser una misma cosa cuando sus manos se entrelazaban.

Viajó directamente a aquel día de la ducha… Ella curaba sus pies y él la miraba con la paz de siempre, la paz mordaz y tortuosa que agolpaba en su garganta femenina las palabras impronunciables. Aquel día en que la saliva se derramó finalmente por entre sus dientes y se convirtió en el “te amo” que él aún no había entendido en sus poemas ni en las fotos. El día en que el abismo fue más dulce que el sueño y se selló la unión de su mutuo silencio.

Su corazón la llevó de un instante a otro al lago y las meditaciones juntos. Y de la calma plena su plexo saltó al caos, a la interferencia de terrones de la bailarina, con su risa dulce y misteriosa. Era imposible sentir hastío de sus pasos danzarines, imposible que la palabra odio se atravesara en sus comisuras, en su corazón siquiera. La osadía de su imposibilidad de odiar llegó incluso más allá: abrió su corazón a esa danza misteriosa  en que ella lo envolvía, en que ella la envolvía también. Por algún motivo, no sentía miedo, estaba segura de hacer lo único que podía hacer por el bien de ambos.

Hay certezas que nos llevan a abrazar al enemigo, certezas que nos dan la claridad para brillar más allá de las máscaras de otras personas.

Mientras continuaba caminando en dirección a ese lugar cuyo nombre estaba cada instante más lejano, recordaba la voz del astrólogo que le restregaba su suerte en las palabras: “no hay manera para ti, el amor se escapa entre tus manos y habrás de nacer de nuevo para conquistar tus propios miedos”. Se sentía una y otra vez como una pésima proyección del ave fénix… Era tan incapaz de nacer para sí misma, completamente inútil en la tarea de abrir su corazón y darse al otro y darle nacimiento en su propia alma de flor perdida. Ni siquiera tenía valor para poner las cenizas de su derrota juntas, se estaba olvidando poco a poco de sus propios despojos.

Eran muchas cosas para un solo instante de espera. Por eso caminaba lento, como dejándose llevar por el viento, o por lo que el rezo nos trae del silencio…

El silencio… era inigualable su capacidad para callar de la mano, unirse en la escucha y la espera de que nunca más se atravesara un ruido entre sus dos soledades, entre  sus libertades. La ausencia de sonidos convencionales los hacía inseparables y serenos; únicos.

Hay momentos que nos marcan para siempre, seres que nos sacan de nuestro propio círculo para elevarnos en espirales de luz y viento.

Dando ya casi los últimos pasos hacia ese lugar cuyo nombre realmente ya no tenía importancia alguna recordar, se detuvo, hizo una respiración profunda en la que el universo mismo pareció llenarle los pulmones—tal vez fue por eso que perdió por unos cuantos siglos consciencia de sí misma. Al exhalar, cuando tomó nuevamente consciencia de la senda que la llevaba a un camino cualquiera, recordó la decisión que tomó entre sus brazos, la víspera de su partida con la bailarina.

Era inminente dejar todo atrás para morir un poco, quizás no del todo, o tal vez tan lentamente que su ausencia fuera imperceptible entre los humanos. Estaba decidida, atravesaría acostada, dejando de lado las alas que él le regalara, el abismo que los unía. Más allá de eso estaba el cansancio y su ser ya había transitado varias ausencias sin remedio.

Fue a despedirse de la Tierra. Rodeó su vientre con lo que le quedaba de brazos—ella la entendía más allá del abismo, antes de éste, siempre… Tomadas de las manos recitaron la sílaba milenar de sus ancestros y, nuevamente, ese día el sol brilló. Sería la partida perfecta. Ahora tenía la certeza de que más allá de las lunas y los cantos de amanecer, sobrepasando cualquier comedia en la que quisiera ponerla la vida, su altar era sagrado.

Hay momentos en que la soledad nos acompaña y nos lleva de su mano silenciosa. Atravesamos con ella los eones que nos señalan que el abismo puede ser la unión de dos libertades que se pierden juntas por los recodos del cosmos.

Los pasos, uno tras otros, la llevaban hacia la meta de su propia muerte. Pero el abismo de su unión era demasiado fuerte para franquearlo sin las alas o sin la paz tortuosa del misterio que él siempre le ofreció. Sin embargo, ya era demasiado tarde cuando se dio cuenta de eso, la muerte la esperaba hambrienta.

Saltó al vacío desprovista de todo silencio.

Para entonces, Passarinho había abandonado también el salón, disculpándose ante los amigos por tener que ausentarse para recorrer sin alas un camino cuya meta había olvidado nombrar y cuyo fin lo llevaría a morir también un poco, sin silencio, paz o soledad… No tardaría.